El cambio climático, inducido por la actividad del ser humano, supone que la temperatura media del planeta aumentó 0,6 grados en el S.XX. La temperatura media del planeta subirá entre 1,4 y 5,8 grados entre 1990 y 2100. En el mismo período, el nivel medio del mar aumentará entre 0,09 y 0,88 metros. El aumento del S.XX no se ha dado en ninguno de los últimos diez siglos.
El
cambio climático acelerará la aparición de enfermedades infecciosas, como las
tropicales, que encontrarán condiciones propicias para su expansión, incluso en
zonas del Norte. La Organización Mundial de la Salud advirtió que es probable
que los cambios locales de temperaturas y precipitaciones creen condiciones más
favorables para los insectos transmisores de enfermedades infecciosas, como la
malaria o el dengue.
La
atmósfera actúa como una trampa térmica y este efecto invernadero aumenta con
la concentración de gases como el CO2. La actividad humana, la deforestación y,
sobre todo, la quema de combustibles fósiles incrementan la presencia de este
gas en el aire. La concentración atmosférica de CO2 se ha incrementado en un
31% desde 1750.
La
cubierta de nieve y hielo ha disminuido en un 10% desde finales de los 60.
Igualmente, se observa una reducción de los glaciares a lo largo del S.XX. Ha
aumentado la temperatura superficial del océano y el nivel del mar entre 0,1 y
0,2 m. en el S.XX (y que irá en aumento amenazando de inundar a ciertos
países). También se registran cambios en el régimen de lluvias, en la cubierta
de nubes y en el patrón de ocurrencia de fenómenos como la corriente cálida de
El Niño, que se ha vuelto más frecuente. Tal aumento puede conducir a una mayor
incidencia de enfermedades transmitidas por el agua, como el cólera, y de las
relacionadas con toxinas, como el envenenamiento por mariscos.
La
única forma de frenar la modificación del clima es reducir drásticamente las
emisiones de gases invernadero, como el CO2. Es necesario presionar a los
gobiernos y empresas mundiales, básicamente, para que reduzcan las emisiones de
CO2.
La
incineración de los residuos es una fuente muy importante de contaminación
ambiental pues emite sustancias de elevada toxicidad, a la atmósfera y genera
cenizas también tóxicas. Al contaminar, pues, el aire que respiramos, el agua
que bebemos y nuestros alimentos, la incineración afecta gravemente a nuestra
salud.
Entre
los compuestos tóxicos destacan -principalmente- metales pesados y las
dioxinas. Estas últimas son extremadamente tóxicas, persistentes y acumulativas
en toda la cadena alimentaria. Son sustancias cancerígenas y que alteran los
sistemas inmunitario, hormonal, reproductor y nervioso.
En consecuencia, las
empresas y las Administraciones deben invertir sus esfuerzos económicos y
personales en desarrollar otras alternativas.
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